MARIO VARGAS LLOSA. EL PAÍS - Opinión
- 22-10-2006
El Congreso de Estados Unidos ha aprobado la construcción
de un muro de 700 millas (unos 1.200 kilómetros) en la frontera con México,
que costará un total de 7.000 millones de dólares, para frenar
la inmigración ilegal, y el presidente Bush ha prometido promulgar la
ley de inmediato. Para alguien, como el que esto escribe, fascinado con la contaminación
de la realidad por la ficción, la noticia no puede ser más hechicera.
¿Por qué? Porque este muro no se construirá nunca, y, si,
de milagro, llegara a construirse, no serviría absolutamente de nada.
Esto lo sabe todo el mundo, empezando, claro está, por los legisladores
que aprobaron la ley y el propio mandatario estadounidense.
¿Para qué, entonces, toda esta representación teatral?
Porque el 7 de noviembre se celebrarán en Estados Unidos unas elecciones
para renovar totalmente la Cámara de representantes, y parcialmente el
Senado y las gobernaciones, y los congresistas que buscan la reelección
quieren esgrimir esa ley como una prueba de que han comenzado a actuar enérgicamente
contra ese peligroso demonio que son los inmigrantes ilegales, que quitan trabajo
a los nacionales y esquilman la Seguridad Social (otra ficción coleante).
El muro de mentiras pasará por cuatro Estados -Arizona, California, Nuevo
México y Tejas- y constará de dos vallas y un futurista sistema
de reflectores, rejas, sensores y toda clase de radares para ser absolutamente
infranqueable. Ahora bien ¿para qué serviría clausurar
de esta manera esos 1.200 kilómetros cuando quedan otras 1.200 millas
(unos 2.000 kilómetros) de frontera abierta por la que los inmigrantes
mexicanos, y centro y suramericanos podrían filtrarse en territorio norteamericano
sin mayores problemas si quieren evitarse las molestias de franquear el sector
vallado y electrizado?
Pero éstas son conjeturas sin mayores raíces en el mundo real,
donde la construcción de ese muro de ficción, para materializarse,
tendría que vencer una miríada de obstáculos ya anticipados
en los medios de Estados Unidos, que yo, lo confieso, leo, oigo y veo en diarios,
radios y televisiones con verdadera fruición. Por lo pronto, sinnúmero
de alcaldes y gobernadores de los cuatro Estados que cruzará el muro
ya han hecho saber que ellos exigirán que esa millonaria inversión
se oriente más bien a obras de infraestructura -carreteras, escuelas,
instalaciones de servicios públicos-, y varias comunidades nativas han
puesto el grito en el cielo amenazando con acciones judiciales para impedir
que el muro fracture sus tierras de cultivos o ganados, en tanto que otras circunscripciones,
dejadas de lado en el trazado del recorrido que tendrá el muro de fantasía
amenazan con exigir judicialmente que éste se rectifique porque las discrimina.
Pero son sobre todo las poderosas instituciones ecologistas las que han salido
ya a la palestra explicando que emplearán todos los recursos políticos,
judiciales y cívicos para impedir que se levante ese monumento depredador
y contaminante que causaría estragos al medio ambiente. Lo maravilloso
es que los legisladores, curándose en salud, han incluido en la ley una
tramposa cláusula en la que facultan al Gobierno a emplear parte del
presupuesto del muro ¡en la construcción de caminos!
Si el muro en cuestión consiguiera sobrevivir al piélago de obstrucciones
judiciales que lo espera, y que, en todo caso, paralizarán su construcción
por muchos años, no servirá para atajar en lo más mínimo
la entrada de inmigrantes sin papeles a Estados Unidos. Hay incontables maneras
de demostrar algo que está allí, a la vista de cualquiera que
tenga dos dedos de frente y no esté cegado por los prejuicios, esa ficción
maligna según la cual los inmigrantes traen más perjuicios que
beneficios al país huésped. Esta mañana la prensa aquí
en Washington señala que, según un informe oficial, los inmigrantes
"hispánicos" enviaron el último año a sus familias
en América Latina la astronómica suma de 45.000 millones de dólares,
un 60% más que hace dos años, cuando se hizo la última
investigación. De esta cifra, los prejuiciosos deducen que los inmigrantes
están causando una hemorragia terrible del patrimonio norteamericano.
Pero la verdadera lectura de esa cifra debe ser, más bien, de admiración
y de entusiasmo pues ella quiere decir que los inmigrantes de origen latinoamericano
han producido el último año, para Estados Unidos, una riqueza
cuatro o cinco veces mayor, que se ha quedado aquí y servido para incrementar
la renta nacional. Y 200 o 250.000 millones de dólares es una contribu-
ción muy apreciable a una economía que, como lo prueban todas
las estadísticas, goza en estos momentos de una bonanza extraordinaria
y tiene el mayor índice de empleo de todos los países desarrollados
(apenas un 4,5% de desempleo).
Pero, para entender por qué ese muro imaginario será inservible
-una involuntaria escultura rampante subiendo y bajando por las gargantas y
montañas de Arizona y cicatrizando los desiertos californianos y tejanos-,
más que las estadísticas, que rara vez convencen a nadie, mejor
contar la historia de Emerita (la llamaré así porque conozco varias
guatemaltecas que tienen ese lindo nombre). La conocí hace tres años,
cuando pasé aquí en Washington otro semestre, como ahora. Nos
la recomendaron unos vecinos a los que Emerita venía a limpiarles la
casa dos veces por semana. La contratamos y nos prestó un magnífico
servicio, porque en las dos horas que pasaba entre nosotros con sus lustradoras
y barredoras eléctricas y plumeros, dejaba la casa tan pulcra como una
carnicería suiza. Nos cobraba entonces 60 dólares por aquellas
dos horas.
Ahora, hemos tenido la suerte de volverla a contratar, nos cobra 90 dólares,
cada vez. En verdad nos hace una rebaja, porque todos nuestros vecinos le pagan
por este servicio (que hacen, en la inmensa mayoría de los casos, inmigrantes
hispanics) 100 dólares. Emerita es una centroamericana que lleva ya 10
años en Estados Unidos y se desempeña bastante bien con el inglés.
Tiene una camioneta Buick último modelo y una parafernalia ultramoderna
para barrer, lustrar, limpiar, baldear y sacudir. Los sábados -trabaja
seis días por semana y el domingo descansa- la ayuda su marido que, el
resto de la semana, trabaja como jardinero. No sé cuánto gana
él, pero Emerita limpia cada día un promedio de cuatro casas,
y a veces cinco, lo que significa que tiene un ingreso mensual que no baja de
los 8.000 dólares. Por eso ella y su marido han podido ya comprarse una
casa aquí en Washington y otra en su país de origen.
Antes de venir a Estados Unidos, la pareja sobrevivía a duras penas,
viviendo en condiciones de mera subsistencia. Pero, lo peor, dice Emerita, no
era eso "sino que no había ninguna esperanza de mejorar en el futuro.
Ésa es la gran diferencia con Estados Unidos". Sí, en efecto,
ésa es la enorme, la sideral diferencia, y ésa es la razón
por la que miles, decenas de miles, millones de latinoamericanos, que conocen
muy bien la historia de Emerita y su marido, les siguen los pasos, y escapan
de esos países-trampa, donde no hay esperanza, y se meten a éste,
cruzando ríos, escalando montañas, escondidos en furgones o pagando
a las incontables y eficientísimas mafias que les falsifican pasaportes,
visas, permisos y todo lo que haga falta para que puedan entrar aquí,
donde -lo saben y por eso vienen- los están esperando con los brazos
abiertos. La prueba es que todos consiguen trabajo casi de inmediato.
Los trabajos que no quieren hacer los estadounidenses, desde luego. Limpiar
casas, cuidar enfermos, hacer de serenos, abrasarse a pleno sol como cosechadores,
y, en las fábricas y comercios, las tareas más elementales y precarias.
Nadie sino ellos están dispuestos a hacer esas cosas duras y, para los
niveles de vida de este país, mal pagadas. Para ellos no lo son, para
ellos esos malos salarios son fortunas. Y, por eso, los mismos nacionales que
se jalan los pelos hablando de los peligros de la inmigración, los contratan
sin el menor reparo, porque gracias a las Emeritas, tienen sus casas brillando,
y sus fábricas funcionando, y miles de instituciones y servicios en plena
actividad.
La única manera de atajar la inmigración es que México,
Centro y Suramérica comiencen a ofrecer a sus masas paupérrimas
mejores oportunidades y esa esperanza de mejora y promoción que los hispanics
encuentran en Estados Unidos y que es el gran aliciente que tienen que romperse
los lomos trabajando día y noche, en lo que se presente. Es magnífico
para ellos, por supuesto, pero, todavía más que para ellos, lo
es para este país -un país de inmigrantes, no hay que olvidarlo-
que, gracias al empuje y espíritu de sacrificio de esos 40 millones de
latinoamericanos sigue creciendo y prosperando, pese a los dificilísimos
problemas políticos e internacionales que ahora enfrenta.
Esos 7.000 millones de dólares que costaría el muro de las mentiras
prestaría un servicio mucho más efectivo, en lo relativo a la
inmigración ilegal, si en vez de malgastarse en una ficción de
cemento, que, de existir, se convertirá en poco tiempo en un muro con
más agujeros que un queso gruyère, se invirtiera en fábricas
o créditos destinados a crear puestos de trabajo al otro lado de la frontera,
o ésta se abriera de par en par a los productos latinoamericanos, lo
que, además, beneficiaría enormemente a los consumidores locales.
Pero todo esto pertenece al dominio de la estricta realidad y es sabido que
los seres humanos -incluso los gringos, que se jactan de ser tan pragmáticos-
prefieren a menudo la magia de la ficción a la vida cruda tal como es.